En Montevideo, pero especialmente en el interior, aún quedan viejos boliches, de esos que conservan un ambiente que remite al ya cada vez más lejano tiempo en que las mesas de madera o mármol aún no le habían cedido el paso a la anónima cármica. Algunos son una mezcla de bar, almacén y club, con algo de confesionario y peña futbolera o política para el selecto grupo de habitués que constituyen su población flotante. El boliche era nuestro equivalente de los pubs, no los pseudo-pubs de acá, sino los de verdad, los de allá al norte, una especie de lugar de reunión para la gente del barrio o para los que hacían una "parada técnica", para completar el nivel del alcohol en sangre, de ida o vuelta de sus ocupaciones, cualesquiera que fuesen, confesables o no.
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